
Once años de infancia curiosa, juguetona, inquieta y callejera dan para almacenar recuerdos en muchos rincones de Setenil, pero entre todos los posibles, hoy quiero destacar La Villa, La Villa entera, desde la puerta de “Harinas” hasta Los Cortinales. Escuela de párvulos y primeras letras, de dibujos y números recitados al compás de nuestros primeros maestros y señoritas (una de ellas mi madre) siempre en torno a la figura, creo que poco reconocida, de D. Antonio Camacho.
Centralita de teléfono, único hilo de unión en muchos casos entre aquellos que partieron buscando mejor fortuna y los familiares que se quedaron esperándolos. Unos volverían y otros formaron lejos familia y futuro, pero en ambos casos jamás olvidarán la diligencia de Marujita en el manejo de arcaicas líneas telefónicas impensables hoy en esta época de redes sociales y fibras ópticas.
Bancos duros engastados entre losas de piedras y rejas, que rodeando el balcón principal fueron convirtiéndose en fieles centinelas, como aquel farolillo porteño, de adolescentes promesas de amor. Requiebros oídos por muchachas, algunas de las cuales, aquella misma mañana cruzaban con energía las pecheras de una rebeca que quería engañar al frío, y así llegar a “Las Petacas”, donde ganaron sus primeros sueldos componiendo bolsos y carteras, rematando dobladillos o confeccionando juegos de ropa interior.
Lizón, albarrá imponente que domina el pueblo entero. A sus pies la misma “Plaza”, en mi niñez centro neurálgico del municipio. De frente “Peñón de los Enamorados”, escenario ideal de bellas historias de frontera y lanzadera mortal de hierro y fuego que acabó tras siete intentos y para siempre con el Setenil moro de ocho siglos. Al este la Ermita de Nuestra Señora del Carmen reina como Patrona y Protectora. Y mirando a la derecha el balcón de la Plaza, notario cierto del quehacer cotidiano, entonces muy principal y hoy un poco venido a menos. Mas tiene también el Lizón una placita pequeña, coqueta y blanca, depositaria de un legado de leyendas que escuchábamos a los pies de ese Torreón que sirviendo de castillo o de presidio fue siempre casa principal de nuestros infantiles misterios y guardián de nidos de calices reservados sólo a avezados escaladores.
Y junto al Torreón, como su hermana, La Iglesia. Más frecuentada en torno a los años en los que se hacía la Primera Comunión, era, con su campanario, despachos y sacristías, lugar casi más de juegos que de cultos, aunque una vez cercana la Semana Santa, sacaba a relucir su carácter de casa de “Los Blancos”, y entre sus solemnes paredes los mayores se encargaban de poner responsabilidad en las tareas que a los niños nos encomendaban.
Delante de la Iglesia, y como verdadero corazón de todo el conjunto, “La Plazoleta”, lo que hoy daría en llamarse espacio multiusos quedó inventado hace muchas décadas en Setenil y en este sitio. Campo de fútbol de una sola portería, dos enormes columnas sobresalientes en la parte derecha de la fachada de la Iglesia ejercían de postes, en el que teníamos que guardarnos de los vecinos que protestaban del ruido, los balonazos y las marcas en las paredes, así como de embarcar la pelota por el lado del balcón, en cuyo caso el último en tocarla debía organizar una expedición por «Los Cortinales» para recuperarla. Solía ocurrir que en muchas ocasiones esta expedición se hacía más interesante que el juego en sí, y la búsqueda del esférico se convertía en aventura cuasi arqueológica entre los restos que la reciente construcción de “los pisos” había dejado al descubierto. Pero como iba diciendo, “la Plazoleta” albergó también un torneo de futbito con dos porterías reales y líneas pintadas (creo que sobre el año 1976), aunque con el buen tino de elevar unas redes de construcción que impidieran la caída del balón a “Los Cortinales”.
Fue también teatro donde un puñado de chavales representaron pequeños sainetes, y una numerosa rondalla formada por niños del pueblo que ensayaban entre la Iglesia y los salones parroquiales fue capaz de interpretar un pequeño concierto. Es cada año testigo de las salidas procesionales de La Vera+Cruz, y ha sido en innumerables ocasiones caseta de feria cerrada y reservada para las actuaciones de más postín de las contratadas.
Como veis, creo que como les ocurrirá a muchos, cuando nos planteamos cual es nuestro rincón favorito, casi sin querer, nos retrotraemos a momentos de nuestra infancia, aquel lugar tan común y a la vez tan particular de cada uno.
JOSÉ GONZÁLEZ LÓPEZ
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