PEDRO ANDRADES
Hay casas a las que el catastro no puede medir su valor. Que encierran tanta vida y recuerdos que parecen ajenas al paso del tiempo. Acabo de ver un cartel de «Se vende» en el número 83 de las Cuevas del Sol. Esa casa cueva, situada en uno de los rincones más bonitos y cotizados de Setenil, fue el club de muchos jóvenes de mi generación. Allí conocimos, gracias a la infinita generosidad y la inquietud de Alfonso Hidalgo y Marefa Vilches, a unos músicos con instrumentos raros y humor corrosivo llamados «Les Luthiers». Pudimos leer a poetas todavía malditos como Machado o Lorca mientras nuestros mayores hacían camino al andar. Tuvimos la ocasión de discutir en libertad en unos años en los que el pensamiento todavía era sospechoso, o de disfrutar de ese tocadiscos que no paraba de dar vueltas a The Beatles, Camarón o Serrat. De soñar y de reir mucho.
Necesariamente se me viene a la cabeza esa estampa última de la sonriente Rosario Linares en esa esquina, ahora poblada de veladores, que habitó su familia durante 150 años. Esa puerta siempre estuvo abierta. La última vez que la crucé fue el fin de año antes de la covid para tomar una copa de anís con su hija María José Pascual, la «quinqua», y la propia Rosario. Siempre estuvo abierta esa puerta también para esas primeras cámaras que intentaban grabar una casa cueva habitada, y que siempre se rendían ante la naturalidad y simpatía de esta gran mujer que falleció este año. Uno de los últimos reportajes se grabó para el documental «La inmensa tierra» (2014), una serie internacional dirigida por el laureado Oman Dhas y emitida por TVE que visitó, ni más ni menos, que «los lugares más inhóspitos y espectaculares del planeta». Y ahí estaba Rosario explicando las bondades de una vivienda bioclimática y el milagro de la arquitectura setenileña, enseñando una casa tan especial.